Blog di FORMAZIONE PERMANENTE MISSIONARIA – Uno sguardo missionario sulla Vita, il Mondo e la Chiesa MISSIONARY ONGOING FORMATION – A missionary look on the life of the world and the church
7. Para convertirme en alguien que medita, aparte de sentarme a diario uno, dos o tres periodos de unos veinte o veinticinco minutos, no tuve que hacer nada en especial. Todo consistía en ser lo que había sido hasta entonces, pero conscientemente, atentamente. Todo mi esfuerzo debía limitarse a controlar las idas y venidas de la mente, poner la imaginación a mi servicio y dejar de estar yo —como un esclavo— al suyo. Porque si somos señores de nuestras potencias, ¿por qué hemos de comportarnos entonces como siervos?
La atención me fue conduciendo al asombro. En realidad, tanto más crecemos como personas cuanto más nos dejemos asombrar por lo que sucede, es decir, cuanto más niños somos. La meditación —y eso me gusta— ayuda a recuperar la niñez perdida. Si todo lo que vivo y veo no me sorprende es porque, mientras emerge, o antes incluso de que lo haga, lo he sometido a un prejuicio o esquema mental, imposibilitando de este modo que despliegue ante mí todo su potencial.
Es muy raro, ciertamente, que pueda haber capacidad de asombro en una actividad que repetimos a diario o, incluso, varias veces al día. Por eso es preciso entrenarse. Todo se juega en la percepción, eso es lo que se descubre cuando el entrenamiento es continuado y certero.
Se entiende, en fin, que solo podemos ser dichosos cuando percibimos lo real. Pondré un ejemplo. Al terminar mi último retiro intensivo de meditación, un día completo que dedico íntegramente a esta actividad una vez al mes, me fui a caminar por la montaña y, durante unos instantes —acaso una hora—, experimenté una dicha insólita y profunda. Todo me parecía muy bello, radiante, y tuve la sensación, difícil de explicar, de que no era yo quien estaba en aquella montaña, sino que ella, la montaña, era yo. Atardecía y el cielo estaba nublado, pero a mí se me antojó que así, nublado, era perfectamente hermoso. Por las muchas sentadas que había hecho durante aquel día, la rodilla derecha me dolía un poco; pero ese dolor, extrañamente, no me molestaba. Casi diría que me hacía cierta gracia y que lo aceptaba sin resistirme a él. Laska, mi perro, saltaba entre las peñas y correteaba de un lado para otro. Al verlo, pensé en que mi perro vive intensamente cada segundo; tras observarlo mucho, pues es un compañero fiel, he concluido que, al menos en eso, quiero parecerme a él. Me hice con un animal para avivar el animal que hay en mí, ahora lo entiendo.
Mi sensación de efervescente dicha durante aquella caminata por la montaña desapareció inadvertidamente, pero gracias a ella creo tener ahora una idea más ajustada de la felicidad a la que aspiro. En este instante, por ejemplo, estoy escribiendo junto a la chimenea de mi casa. Laska está a mis pies y oigo cómo afuera cae la lluvia: no imagino mayor plenitud. Madera para quemar, libros que leer, vino que catar y amigos con quienes compartir todo esto. No hace falta mucho más para la verdadera felicidad.
Algunos días después de aquel retiro volví a esa montaña, pero para mí ya no fue lo mismo. En verdad, era yo quien no era el mismo. No podemos rastrear la felicidad pasada, algo así es absurdo. Y de todo esto, ¿qué he concluido? Pues que la felicidad es, esencialmente, percepción. Y que si nos limitáramos a percibir, llegaríamos por fin a lo que somos.